Relato de la periodista y escritora Celia Herrero. Autora de “La telaraña violeta”.
Cicatrices en el techo
Ya las había visto ayer, pero esta mañana eran un pelín más grandes. Algunas han dado una vuelta sobre sí mismas, como si quisieran hacer tirabuzones con las tripas de nuestros sentimientos, otras en cambio tienen forma de bucle, son insistentes, perseverantes. Las que más me preocupan son las que están creciendo como un hilo muy fino, apenas perceptible, pero esas, las que casi no se aprecian, son las más presentes y cada día son un poco más largas, de seguir así, llegarán a atravesar el techo de lado a lado, en perpendicular, para que no nos podamos escapar de su existencia en ningún momento, tal vez para que lo primero que veamos al abrir los ojos cada mañana sean ellas.
- ¿Las ves?
- ¿El qué?
- Las líneas
- Ummmm, las siete, habrá que levantarse si quieres que salgamos a caminar.
- Te he preguntado que si las ves.
- Si no espabilamos se hará tarde y se nos acaba el turno, o se pone la acera hasta arriba y tenemos que usar las mascarillas.
- ¿Por qué no me escuchas?
- Amore, solo es un techo que se resquebraja, la pintura no era buena, teníamos que haber lijado antes de pintarlo, no se hizo bien, pero podemos aprovechar el confinamiento y volver a pintar si tanto te angustia. Te prometo que me pongo este fin de semana.
Esta noche ha hecho demasiado calor para estar en el mes de abril, pero quien distingue ya entre lo que es normal y lo que no lo es, me he despertado tantas veces que no puedo recordar si he estado más tiempo dormida que despierta. Lua ya no maúlla en la puerta del pasillo, ya sabe que seguimos aquí, lo que no sabe es porque ahora siempre estamos en casa, pero tampoco parece extrañada, como si estar dentro de “la guarida” fuese lo normal, lo natural, así lo piensa ella que lleva 17 años confinada y que cree que al fin hemos entrado en razón.
A las tres salí a la terraza, pero ya no se veía la luna, cuando me siento en el suelo de baldosas, no puedo estirar las piernas sin que sobresalgan mis pies por debajo de la barandilla y se queden colgando en el aire que media entre el suelo y nuestro cuarto piso. No debimos ampliar el salón y dejar la terraza reducida a casi nada, tres baldosas de ancho, nada, hoy me parecen nada. Levanto la vista y veo el ático del edificio de enfrente, miro mis pies colgando y aparto mis ojos antes de que me queme ver esa desfachatez de espacio.
Me acurruco en la chaqueta de lana blanca porque dentro hace calor, pero aquí a las tres de la madrugada, en este cachito de terraza, corre el aire, ese aire que ahora es más limpio, más denso. Se me encharcan los pulmones del olor de un jazmín que insiste en escapar a la terraza del vecino, igual esta casa le parece demasiado poblada, mañana le diré a Daniel que baje las ramas, están tan altas que yo no llego.
Tienen que salir de casa, Daniel y Lucía, pero ¿a cuento de qué?, te dicen Y en ese “a cuento de qué”, queda implícito que lo que quieren es ver a sus amigos, porque ahora las salidas, como entonces las mías, en un tiempo que recuerdo cada vez más, solo tenían sentido, si era para ver a los otros, tocarlos, besarlos, achucharlos, reírlos, pelearlos…y aunque parezca mentira, las pantallas se les están quedando pequeñas y las salidas sin los otros, en la edad de la piel, se les quedan vacías. ¿Vienes a por el pan, Lucía? No, mañana, mamá, que hoy me ha bajado la regla, que tengo clase, que buffff…Y yo lo entiendo, como no lo voy a entender. Entiendo hasta el cinco raspado en Geografía e Historia porque quién puede ponerle interés a los exámenes on line, si parecen de mentira.
Lua se me cuela entre los muslos y ronronea, la acaricio y me duelen los brazos cuando los estiro, tengo agujetas, parece mentira lo sucios que estaban los azulejos de la cocina, más los del baño.
¿Un año? Tal vez más desde que no los limpiábamos a fondo. Eso y la campana extractora y las baldas de la nevera, el horno y el cubo de la basura con sus tres pedales de orgánico, vidrio y envases…llenando tiempos, ocupando espacios que hace tan solo unos meses no teníamos, dejando todo listo para cuando estrenemos la nueva normalidad, así la han llamado. Nunca dos palabras fueron tan excluyentes ni estuvieron tan agujereadas sus letras por la ametralladora de la incertidumbre, ahora en forma de fases, ¿saldremos de la cero?, ¿llegaremos a la tres?
Hoy por fin mi hermana, después de tres veces, ha dado negativo, y todos hemos llenado de corazones, sonrisas y confeti el WhatsApp de Spanishfamily, y todos hemos callado lo que sabemos, que mañana mismo tendrá que volver a la primera línea, a doblar turnos, a ponerse la mascarilla, el EPI y la escafandra…y en la garganta, se me ha sumergido el último nudo sobre el anterior. Demasiados nudos, incluso para un cuello largo como el mío.
Eso me recuerda, que la nevera se ha puesto a hacer ecos, además de escarcha, por favor que no se rompa ahora, y mañana tendré que arrastrarme al mercado y pasar la ceremonia de los guantes, la mascarilla, los zapatos en el felpudo, desinfectar la compra al llegar…y cuando acabe volveré a preguntarme por qué no le he dicho al charcutero que me envasara al vacío además del jamón, la angustia. Y cuando me lo pregunte, que lo haré, volveré a decirme otra vez a mí misma que estoy perdiendo la cabeza, esta vez sin paliativos, sin paños calientes, y que es mejor que intente de nuevo la compra on line, aunque tenga que esperar una hora en línea y doce días para que lleguen a casa. Sí, eso me digo debajo de la alcachofa de la ducha mientras a tientas cojo el champú de rizos de Mariano, yo, que tengo el pelo tan liso como una geisha, pero que le voy a hacer si he renunciado una vez más a hacer la cola de la droguería.
Y Daniel ha conseguido que compremos la maquinita esa, de segunda mano, sí, pero la hemos cogido al final, me ha pillado ya sin voluntad ni resistencia, y a poco que insista acabaré cediendo a lo de Netflix…y al fin y al cabo, que le voy a decir, pobre, con la ilusión que tenía puesta en su viaje de fin de curso, en su graduación, con lo mucho que está estudiando para esa EBAU que aún no saben si será en Ifema o repartidos por las universidades de Madrid, con mascarillas, geles hidroalcohólicos y guantes; o no, quién sabe si de aquí a julio habremos desescalado algo o casi nada. Pero lo de Netflix no, que esta nómina ha venido íntegra, pero quien te asegura que el mes que viene no vendrá con agujeros, o simplemente ya no vendrá.
Si no fuese porque no sé dónde los esconde, le cogería uno de esos cigarros que se fuma Mariano a escondidas, dos al día dice, alguno más, lo sabemos todos, cogería uno, ya digo, y me pondría a hacerle volutas a esta normalidad que es como una verruga peluda, como un piojo que nunca te abandona, como una bola de pelo de gato, como una avispa que no se va de casa ni aunque le abras todas las ventanas y puertas, como el aceite que cae en la vitro cuando fríes un huevo rebelde…volutas a ver si se asfixia y nos deja por fin respirar.
Y cuando pienso en ello, cuando cuento menos aplausos a las ocho, recuerdo que Eva me ha dicho que he bajado la guardia en el grupo de Whassapp y que echa de menos esa ironía mía que se ve a escondidas con el sarcasmo en lugares casi siempre sórdidos, pero deseables. Y sé que tiene razón, como tiene razón Raquel cuando me dice que el enemigo invisible también ha traído cositas buenas, como la cena de gala que prepararon los apéndices aquel día que regresamos deprimidos después de andar en filas indias, como cuando los chicos se disfrazaron con cachivaches de los que ya ni nos acordábamos, como verles cada día más unidos, el cumple digital de Mariano o como contactar, aunque sea con pantallas, con algunos de los que dejamos o nos dejaron a la vuelta de la esquina, pero que siempre hemos recordado desde la ventana de la nostalgia. Haber vuelto a devorar libros, ver series del tirón, echar mucho de menos a quien quieres y no tienes, y saberse privilegiada porque aún no te ha tocado, porque aún no tienes pérdidas, porque sigues entera, ausente, melancólica, hastiada, deshecha como los azucarillos del café, removida por una cucharilla diferente cada día, pero viva.
- Ya venden en la ferretería con cita previa, si quieres puedo ir a por pintura blanca y nos ponemos este fin de semana con el techo.
- Déjalo Amore.
- ¿Y eso?
- Porque no son rayas, nada tienen que ver con la pintura, ni con el raspado, ni con el tiempo, ni la humedad. Son cicatrices, unas rectas, otras retorcidas, otras en bucle, aquellas tímidas y estas de aquí soberbias y ostentosas, pero como todas las heridas, hay que dejar que se cierren, incluso esperar a que salgan las que todavía no se ven, pero que vendrán con cita previa o sin ella, así que déjalas, ahí están bien, por lo menos, por lo menos hasta la fase 3.